Vampyr

VAMPYR - Vampyr (1932)

País: Alemania

Año: 1932

Duración: 68 minutos

Director: Carl Theodor Dreyer

Elenco: Julian West, Sybille Schmitz, Henriette Gérard, Jan Hieronimko, Maurice Schutz, Rena Mandel.

Género: Terror, Fantástico, Drama

Era ya necesario realizar una crítica a una obra de uno de los cineastas más influyentes y fascinantes de la Historia del séptimo arte, cuya trayectoria cinematográfica ha sido tan extensa como paradójicamente escasa en obras, míticas sin duda. Sus grandes exigencias artísticas han provocado que el intervalo de filmación entre una y otra se alargue mucho más de lo usual en un cineasta, principalmente a partir del fracaso del film que hoy me ocupa comentar hasta su obra cumbre y su testamento cinematográfico Gertrud (1964). Cineasta que ha experimentado una evolución formal y estilística, desde la intrincada conjugación visual y la experimentación narrativa hasta la austeridad tanto visual como narrativa no exenta sin embargo (como sucede en El silencio de un hombre de Melville) de una belleza asombrosa.

Esta obra, filmada en 1932, supuso un gran fracaso que condenó a Dreyer a no filmar durante doce años hasta su obra Dies Irae, clásico fundamental. Sin embargo, supone una de las obras más arriesgadas, inquietantes y experimentales en la carrera de este legendario cineasta y en la Historia del cine de terror. Se trata de un film fascinante, subyugante y dramático a causa de la asociación entre una portentosa fuerza visual y la simbiosis entre lirismo, onirismo y terror (tanto sobrenatural como psicológico). Obra que aprecié en 2012 y vista de nuevo el presente año, con un deleite inmensamente más elevado que en tiempos pretéritos, cautivándome de manera contundente.

Como decía, siguiendo técnicas vanguardistas (en plena época de apogeo experimental y surrealista del séptimo arte, con Francia a la cabeza en el que cineastas como Buñuel o Cocteau firman obras bizarras e intrincadas, véase La sangre de un poeta o La edad de oro), Dreyer filma una de las obras más sugerentes, complejas y ambiguas del género del terror donde explora sus propios límites e incidiendo en su esencia de la forma más pura. Formalmente no se ajusta a ningún canon ni narrativa ni visualmente. Dicha obra constituye un trance visual fascinante conjugado por imágenes vigorosas y perturbadoras cargadas de simbolismo, dentro de un laberinto visual intrincado y sin ningún orden establecido.

La fuerza y belleza visual que envuelven la obra se debe a la alternancia de encuadres marcados por profundas sombras, de amplios contrastes tonales e iluminación característica que remiten al Expresionismo alemán; y de encuadres caracterizados por una gran iluminación natural, perfumados por una atmósfera etérea, vaporosa de corte lírico, que remiten al Impresionismo francés. Esta combinación magistral de Dreyer hace que la obra esté dotada de una grandeza inaudita. El tejido de la obra se fundamenta por el poder de las imágenes y la estructura conceptual que las engloba.

Este vanguardismo visual viene determinado tanto por la propia exploración visual del contexto (donde se corrobora la definición de la palabra «encuadre» como ese arte de seleccionar la parte de la imagen que importa a una expresión buscada) a través de angulaciones, movimientos y juegos ópticos; como por la combinación del conjunto de los encuadres a través del montaje. Dreyer explora cada rincón donde le sugiera la mayor capacidad expresiva acorde a sus pretensiones artísticas, con magníficos movimientos de cámara (desde travellings dentro de un plano secuencia pasando por picados y contrapicados que refuerzan la capacidad conceptual hasta planos subjetivos desde una tumba en un pseudotravelling) que potencian la carga semántica del conjunto.

La vanguardia en el ámbito narrativo nos la expone a través de la dispersión y abstracción de la narración a términos que pueden confundir al espectador, narraciones oníricas, ensueños que son flash fowards dentro del sujeto inconsciente, dispersión del hilo narrativo, ausencia de objetividad «subjetiva» anclada en un solo narrador (¿la imagen proyectada es el producto de la divagación subconsciente del protagonista o es la del médico, o la del sirviente?). Sin embargo, la esencia que fluye en la narración permanece latente y existe una continuidad expresiva, conceptual, estética.

A través del montaje es donde Dreyer compone la obra de arte tanto formal como conceptualmente, siendo el tejido invisible (como aseguraba el maestro formalista soviético Sergei Eiseinstein) que conjuga una obra pese al no apreciarse. Se trata de un montaje caracterizado por cortes vanguardistas y asociaciones paralelas, donde se asocia semánticamente cada encuadre y los dota de mayor trascendencia y significado. La concepción semántica entonces viene dada por el propio encuadre y por la asociación ni necesariamente temporal, ni necesariamente espacial de los mismos. La escena del hombre con la guadaña (excelente montaje paralelo) o la pesadilla premonitoria son dos claros ejemplos que se almacenan en el ideario cinéfilo.

No solo la narrativa lineal se ve alterada, sino que también las interpretaciones, principalmente la del protagonista, donde apenas actúa correctamente. En las demás (como el profesor) se aprecian una gran influencia del cine mudo donde se impone la expresividad interpretativa marcada por los gestos evidentes y profundos (como en el Expresionismo alemán), lógico al tratarse de la primera película «casi» sonora de Carl Theodor Dreyer donde se contempla el legado infinito del cine mudo, no solo en esas interpretaciones, sino en el uso de la cámara en los encuadres de estética y trascendencia impresionista de inusitado preciosismo visual, donde se observa la velocidad de los fotogramas (a menos fotogramas por segundos en ausencia de cualquier tipo de sonido); en las descripciones (halladas en el libro); y en la austeridad del diálogo. La narración la constituyen las imágenes, la fuerza expresiva de las mismas, la conjugación semántica de cada una a través de una narrativa visual donde la imagen es verbo. (Esta técnica la llevaría a cabo el magnífico Kaneto Shindô en su obra datada de 1960 La isla desnuda, de una forma absoluta, en plena revolución cinematográfica) En definitiva, un coro de imágenes caracterizadas por una gran sugerencia plástica que giran en torno a un relato ambiguo y tenebroso. La cadencia del film reside en la coherencia interna entre los encuadres que potencian la expresividad etérea de esta obra magna.

Dreyer indaga en el subconsciente de un personaje cuya línea que separa la realidad de la ficción se difumina inexorablemente hasta convertirse en borrosa. Constituye el drama íntimo de un personaje cuyo temor es la propia muerte y donde los sucesos sobrenaturales constituyen un miedo al más allá, a lo que puede suceder después de la vida. O tal vez, el miedo a lo sobrenatural, lo que se separa de la cotidianeidad, donde una mente dispersa se revela. O tal vez es un adentramiento onírico en las fobias y dudas existenciales albergadas en la mente de un protagonista que se materializan. Es de tal ambigüedad el propio trasfondo que hace más delicioso el conjunto, donde las posibilidades de esclarecimiento son múltiples y la complejidad del relato es inabarcable.

El vampirismo no es el tema central, sino el recorrido onírico del protagonista (extrínseco o intrínseco a su mente) manifestado a través de su subconsciente y de fenómenos que ¿realmente? suceden. El surrealismo más contundente también se hace presente en la obra, reforzando la complejidad semántica de muchas alegorías visuales: sombras que no siguen al personaje, incongruencias espaciales que se enmudecen a través de virguerías visuales, acciones invertidas, cortes rápidos para finalizar un movimiento acelerado de sombras… La lógica entre el tiempo y  el espacio desaparece en contadas ocasiones.

Cabe destacar la contundente y expresiva fotografía a manos de Rudolph Maté, (que posteriormente se convertiría en cineasta en EEUU a partir de la década de los 40 con obras noir destacables como Con las horas contadas rodada en 1950, o el clásico de Ciencia ficción de 1951 Cuando los mundos chocan) que agudiza la contundencia expresiva de cada encuadre.

La escena final, sugerente y poética, me hará siempre rememorar a un pasaje de la mirífica e inenarrable Cuentos de la luna pálida de agosto del excepcional Kenji Mizoguchi. (No destripo)

Una obra intrincada, lírica, terrorífica, subyugante. Una experiencia cinematográfica inusual, magníficamente turbadora.

Obra de arte absoluta.

10

 

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