Drama psicológico

Los comulgantes

(artículo escrito en junio del 2017)

País: Suecia

Año: 1963

Duración: 82 minutos

Director: Ingmar Bergman

Elenco: Gunnar Björnstrand, Ingrid Thulin, Max von Sydow

Género: Drama

Silencios de Kierkegaard

Dentro de las meditaciones metafísicas y ontológicas presentes en la obra de este inestimable cineasta, nos detenemos ante una de sus obras más austeras y sinceras. Bergman teje una obra de arte cuya rigurosa cadencia se caracteriza por una destellante sobriedad. La rigurosa composición de cada encuadre atiende como denominador común a un ejercicio de depuración estilística, depuración que estalla en una ráfaga de emanaciones dramáticas. Tras quebrar la conclusividad del tiempo en la segunda modernidad fílmica, el relato no se halla ante la necesidad de finalizar en un clímax; más bien se desublima éste, y la fuerza tiende hacia dentro, analítica, reflexiva. La construcción libre de los encuadres, sin tener que finalizar en alguna parte, permite desvelar las preguntas meta artísticas y ontológicas inherentes a la obra. La construcción cerrada suprime o reduce la capacidad analítica que suscita la obra, derroca el misterio meta artístico que podría sugerir la obra en sí. El eterno retorno de lo mismo, constante y producto del devenir cambiante se erige en Los comulgantes de Bergman, conformando una obra sutil y exquisita. Bergman refuerza esta obra, la cual parece erigirse como un testamento elegíaco de la condición humana, a través del paisaje; el cual actúa como reflejo y potenciador de la conciencia y las interacciones de los personajes; paisaje depurado y frío, distante y elegíaco. La depuración formal del encuadre permite indagar en la naturaleza tanto de la propia ontología como en los pilares constructivos del lenguaje cinematográfico. A partir de esa depuración emana la belleza, belleza que es suscitada por una abstracción de luminosidad teofánica. Depuración que es reflejo de la sinceridad intelectual y de la conciencia del cineasta, que permite elevar la obra hacia un mundo supraterrenal, donde se intenta colmar una obra profunda y mirífica a través de la depuración máxima, de reducir todo a su esencia.

Esa libertad diáfana de los encuadres y su conjugación permite indagar, como se dijo, en los recovecos metafísicos, existenciales del género humano. Al colmar cada uno de un tiempo determinado, y no actuar como meras bisagras de un tiempo lineal que debe concluir, tal como la salvación en el Reino de los Cielos, cada uno es una unidad reflexiva que permite la sublimación intelectual y emocional desde la sobriedad, elevando el espíritu hacia paraísos ignotos.

En un lugar del ensayo que estoy escribiendo (uno de los motivos por los cuales dejé de lado el blog) escribí:

 

“La desublimación del clímax y la degradación narrativa, por ello, se erigen como un excelente vehículo analítico y reflexivo, análisis posible tras eliminar el paraíso (tiempo — narrativa — Dios), y adjudicar como posible la vida (como obra de arte y, finalmente, la supresión de los yugos que impedían su liberación)”

 

 

Se torna curioso, irónico diríase en primera instancia, desde mi construcción teórica, adjudicar la muerte de Dios a una obra que trata sobre el silencio del mismo.

Retornando a la cita, podemos dilucidar que esta des sublimación y degradación viene acompañada de una austeridad desbordante dentro de un cromatismo monocromo, lo cual es bastante reseñable. El cine, como arte, puede decirse que es otra forma, de expresar la conciencia del cineasta a través de la voluntad de poder por medio de un lenguaje que le permite plasmarlo siempre subjetivamente. A través de un conjunto de técnicas emana el reflejo de su realidad construida (partiendo de que la realidad en sí, objetiva, fría no tiene capacidad para explicarse, cuestionarse). Es decir, plasma la parte de su construcción que desea que sea expresada a través de un lenguaje que intenta tanto adecuarla a su naturaleza como transformarla por medio de ella. De ahí la multiplicidad, lo multívoco y difuso de la interpretación artística. El blanco y negro confiere un distanciamiento profundo con la realidad, capacitando a la obra de una autonomía respecto al color visible empíricamente de la realidad. El realismo cromático de la realidad, que se puede abstraer en una obra artística, en primera instancia por medio del mero hecho de encuadrar (lo cual se selecciona una parte de la imagen que importa a la expresión buscada); se desliga del de la obra al filmar en blanco y negro, el cual remite a un pasado inexistente cromáticamente, desatando un halo de nostalgia y misterio, deseoso de búsquedas y encuentros, pérdidas y renuncios.

 

Una obra filmada en un blanco y negro, de inigualable cadencia, meticulosa, donde la austeridad desvela la profundidad metafísica y metaartística, teofánica, ontológica de una construcción fílmica cuyo rigor estilístico contrasta con una sensibilidad estética orgánica, pura… características a las que se añade una profundidad filosófica tan fluidamente expresada que surge como un oasis al constatar la complejidad de los dilemas y reflexiones que se plantea.

 

Bergman, apasionado del filósofo danés Kierkeegard, padre del existencialismo; plantea profundas cuestiones a través de la existencia que rodea a un párroco protestante sueco encarnado por el riguroso Gunnar Björnstrand, el cual padece una profunda crisis de fe acompañada o potenciada, o reflejada a través de una aguda desesperación existencial. Éste personaje se muestra impotente para despejar los miedos existenciales de un pastor, personaje que lo interpreta el versátil Max Von Sydow, que acude por medio de su esposa cabizbajo y profundamente conmovido. Por otro lado, el párroco se muestra reacio ante el afecto y la pasión que le muestra una antigua novia, maestra (partenaire que lo concibe la magnífica e internacional Ingrid Thulin).

 

A través de estos breves hilos (se podría decir) argumentales Bergman desvela con pasión orgánica, con desesperación paciente y estoica, profundas cuestiones que atañan a los personajes y que son extrapolables al conjunto del género humano: la muerte, el más allá, el silencio de Dios, la soledad, la trascendencia del amor, el vacío, el desafecto…

 

Soslayando más enumeraciones me encamino con una narración: Bergman muestra la angustia contenida de un personaje que se halla enfermo y que se desboca en silencio, en desesperación, en angustia. Los motivos por los cuales surge la angustia no los desvelaré íntegramente para no reducir los procesos discursivos de los espectadores, aunque se puede aclarar que la búsqueda del sentido de la existencia es uno de ellos.

Esta búsqueda de sentido intenta hallarla en la ayuda a los demás, pero él se encuentra tan impotente, tan contradictorio, sumido en dudas y silencios que le llevan a la resignación más absoluta.

Por otra línea Bergman concibe un relato pesimista de las relaciones interpersonales: el vínculo entre ella y él se torna degradado, contradictorio ante la impotencia vista en ella de hacerle a él amar y ser amado, al descubrir la imposibilidad de ser querido con la misma fuerza y en la misma fracción de segundo. Bergman honda poética y profundamente (pleonasmo mío) en los vínculos, en las afinidades colectivas y describe patologías que atañan y se agravan dentro de la sociedad moderna: la degradación de los vínculos interpersonales, el desafecto, la falta de empatía.

Este análisis de las relaciones humanas unido a las dudas existenciales configuran un exquisito y desgarrador caleidoscopio acerca de la ontología humana (pleonasmo de nuevo).

Luces teofánicas que penetran en el resplandor frío de una sala blanca, un rostro mirando hacia el infinito cuyo fondo es blanco, miradas desesperadas hacia una luz que se muestra esquiva, monólogos, espasmos, caídas, una iglesia semivacía, anclada en un entorno de fría belleza y luz indirecta; ramas secas que se mueven con frenesí allende de la ventana, al fondo de un cuadro en contrapicado donde en primer plano yace postrado el sacerdote a orillas del altar y la maestra corre a abrazarle, a palparle después de que éste de muestras del fin de sus dudas y miedos… se integran, forman parte de una obra de arte cadente, reflexiva incluso con ella misma de sus límites y capacidades estéticas.

 

Intento esquivar cualquier indicio de desvelar la obra, pero permítanme una sentencia que puede cobrar sentido después de quienes no lo han hecho, la vean: tras corroborar una libertad individual, fruto de la constatación de la naturaleza contingente de la existencia, uno debe colmarla de expectativas y deseos. Cuando éstos no son consumados, o privados, aparece la angustia, la cual debe traspasar tres estadios, el estético, el ético y el religioso. La belleza distante de un paisaje agónico, de una iglesia semivacía austera no colman la angustia; entonces se recurre a lo ético, valores artificiales que son impuestos pero no revelados, no interiorizados, los cuales no ayudan a soportar una carga horrible; llegamos por ello al último estadio, la fe religiosa, fe de la cual no confía, se cuestiona, le aísla, fe que intenta proyectarla hacia dentro, en consonancia con un idealismo absoluto propio de Hegel, sin embargo nota que debe abrazarla con toda necesidad, aunque sea desde la distancia, abrazo sin pasión, solo como amarre terrenal, como vehículo para intentar darse a los demás y ayudar en lo posible… aunque esto conlleve a renunciar a sus contradicciones. El sentido de la existencia se constata con el amor, pero al perderse vuelven las dudas: ¿es el amor quién resuelve el miedo a la existencia o el que le otorga un sentido a ella? ¿es el producto egoísta para vivir sin miedo o es el fruto de la elevación más profunda, aquél que trasciende de los límites cognoscentes del hombre?

 

Palabras sin voz, miradas sin aliento, angustia sin grito; la exquisitez plástica y la organicidad pictórica, estética, conciben paradojas y contradicciones aparentes en la obra fílmica, donde no son resueltas, sino fundidas. El tiempo atemporal, el eterno retorno se fijan en una obra que no desea llevar rumbo fijo y conclusivo, ejerciendo una declaración de “realismo” (tal como la vida se disipa sin tomar consciencia de ello, semejante a nuestra llegada a la vida, donde esta contingencia abre un mar de posibilidades y dudas). Realismo subjetivista, en aparente oxímoron, se funden y comprenden en esta obra, tal como sucede en la obra del preciado e invalorable Michelangelo Antonioni.

 

Se podría describir, como una de las líneas discursivas centrales de la obra, la manera y el modo en el que influye la presencia o no de una deidad metafísica en la vida de los hombres, y cómo estos configuran una existencia de la que subyace la pregunta del porqué de la misma al corroborar su cese orgánico, una muerte de la que no te percatas mirada desde la vida. El surgimiento de esa deidad y de los valores que encarna permanece presente en toda la obra, emanando un halo de resonancias nietzscheanas bastante vigoroso, desolador, iluminador. La degradación de los vínculos interpersonales, vínculos a través de los cuales se pudo conformar la teología, confiere a un individuo solo, aislado, cuyo silencio divino hace escalofriante su existencia. No otorga respuestas, solo emana como un espejo abstracto donde se vuelcan los miedos y penurias. Max Weber describió la capacidad del protestantismo ascético de dominar la existencia de los hombres, los cuales no podían hacer nada para salvarse, únicamente atenerse a la doctrina de la providencia. Protestantismo que alimentó un espíritu capitalista motor del capitalismo moderno, el cual rasgó “los velos emotivos y sentimentales de la familia”.

 

Dentro de la sensibilidad inigualable presente en uno, desde mi punto de vista, de los diez mejores cineastas que han existido en nuestro planeta, Bergman erige una obra de arte depurada, poética, reflexiva que se halla en el paraíso de las obras irrenunciables de nuestra historia, de aquellas imprescindibles para deleitarse con la belleza serena, fría poética que halla una profundidad filosófica, emocional (otro pleonasmo) que por desgracia, la sociedad mercantil y tecnificada post moderna está intentando aniquilar.

 

29.VI/Simbología sutil y depurada alcanza cotas místicas. La reducción a lo justo permite vislumbrar el reflejo plástico de una conciencia de manera diáfana, sin ornamentación innecesaria, sin distracción fortuita. La depuración no resuelve las contradicciones dentro del significado interpretado de la obra, sino a desechar aquellos elementos que no compatibilizan con la conciencia del cineasta. El cineasta, conscientemente, elimina la maraña que no remite a la concepción que él posee de su obra, permite que lo homogéneo se expanda y atrape la apreciación abstracta de la obra. Puesta en escena sobria, la cual está dispuesta para captar su esencia sin ornamentación vacua, dispuesta a elevarse, figurándose al máximo, resonando un espectáculo que trasciende del arte.

 

Páginas y páginas se pueden y deberían escribir sobre las entrañas de esta composición cinematográfica atemporal y única.

Un regalo de los corceles.

 

 

 

 

El proceso (1962)

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País: Francia

Año: 1962

Duración: 120 minutos

Director: Orson Welles

Elenco: Anthony Perkins, Orson Welles,  Romy Schneider, Akim Tamiroff, Jeanne Moreau

Género: Drama, Intriga

Una de las adaptaciones más celebres de la obra de Kafka es esta versión de 1962 dirigida a manos del excelentísimo Orson Welles. En un principio no demostraba una reseñable atracción hacia la obra del escritor Checo, hasta que decidió adaptar esta obra inacabada y póstuma publicada en 1925 por uno de los más fascinantes y sugerentes escritores existencialistas del siglo XX.

El filme se adapta magistralmente a las características y connotaciones de la obra original, no siendo óbice para ello la libertad e independencia narrativa para con la novela. Orson Welles escoge un libro intrincado y lleno de matices no solo respecto al trasfondo, sino a la forma y la plasticidad, como culminación estética del contexto y la realidad deformada de la que forma partícipe el protagonista. Esta obra cinematográfica, producida en Francia y con elenco puramente europeo, correspondiente a la nueva etapa del genio, constituye una de las críticas más audaces y feroces contra la justicia humana y el poder establecido. Se nos muestra un mundo absurdo y caótico plagado de una vasta burocracia y un extensa e ininteligible administración que traspasan el límite del conocimiento humano; un contexto inhumano y alienante en el que abundan extrarradios, fábricas abandonadas y personas hacinadas como si de ratas se tratasen, un mundo incomunicado y despersonalizado en las relaciones humanas, en la relación Estado-Individuo donde se antepone el concepto difuso de Estado al de la propia sociedad constituyente. Las viviendas son una metáfora de un mundo que ha perdido el rastro de la cálida belleza, sustituido por la fría vacuidad. La irrelevante existencia de un individuo inocente frente a las pretensiones de un ¿Estado? que alcanza cotas en la que sus propios subordinados se somenten irracionalmente a él sin poder comprenderlo siquiera.

Este filme es ejecutado satisfactoriamente gracias a un vehículo inmejorable que porta una cantidad ingente de ideas y percepciones, debido a la perfecta síntesis del lenguaje y la adecuación correcta en la forma correspondiente. Cabe por repetitiva pero reseñable, la excelente, audaz y artística dirección de Don Orson Welles, siendo capaz de exprimir cada rincón y cada ángulo para realizar un excelso nectar artístico en el que los encuadres son apurados y certeros, aprovechados al máximo. Teniendo en base que la concepción semántica de los planos son también determinados por la posición de la cámara y sus ángulos, como sus movimentos asimismo; en la obra de Welles abundan picados, contrapicados, travellings, y angulaciones de todo tipo para reforzar el estado de angustia y terror existencial que padece el protagonista. Cabe añadir que se trata de un montaje audaz y vanguardista (filme inclusive dentro de la etapa revolucionaria cinematográfica de los años 60) que lo que hace es sustentar la cadencia final de la obra a través de esa esmerada y bizarra composición de encuadres manteniendo el ritmo, la forma, el contexto, viusalmente y narrativamente.

La presentación de la obra se lleva a cabo por encuadres de enorme fuerza visual que muestran la realidad tanto interior como exterior que giran en torno a ese protagonista desconcertado en un funesto y desasosegante blanco y negro. Encuadres que nos muestran toda esa caótica realidad, portadores de profundos claroscuros en el que dominan los sitios con escasa luz y los contextos nocturnos. Esa fuerza expresiva es la que dota de una mayor consistencia el relato, la que hace adentrarnos en un mundo indeseable, la que hace abstraernos durante la travesía del filme inducidos bajo un relato subyugante y tormentoso, el drama de un ser racional buscando respuestas en un mundo caótico, buscando explicaciones sensatas y humanas sobre un mundo artificial cruel y déspota. El filme conserva su agilizada narrativa tan minuciosa como concisa, apoyada bajo un muy notable guión. Excelente actuación la de Anthony Perkins, como protagonista Josef K., un ser que intenta explicarse lo inexplicable, intenta comprender lo incomprensible, demostrar lo idemostrable debido a la propia absurdez de la sociedad, y finalmente, de su propia existencia; muy notable la del abogado suyo encarnado por el siempre excelente Orson Welles; Akim Tamiroff como el cliente humillado del abogado ensalza sus dotes interpretativas y vuelve a trabajar con él (trabajó con Orson en «Sed de mal», «Campanadas a Medianoche», «Mister Arkadin»…); Romy Schneider como la enfermera del abogado, personaje correctamente encarnado que representa un rescoldo de cordura y desaire; y Jeanne Moreau, como la vecina de Josef K. en la que «la mejor actriz del mundo» hace un papel brevísimo.

Destaco el uso de abundantes planos secuencias (en la primera escena se aprecia) como potencializador de la fuerza narrativa y de la manifestación estética de la obra. La riqueza semántica de la obra viene motivada por la ambigüedad del relato, del que se pueden extraer numerosas reflexiones y conclusiones. Destaco esos magníficos decorados que potencian el efecto alucinador y surrealista de la obra.

 

Una obra bizarra, singular, intrincada y una sensacional visión de la existencia humana a través del prisma de la novela de Kafka.

 

10

 

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Los peces rojos (1955)

 

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País: España

Año: 1955

Duración: 100 minutos

Director: José Nieves Conde

Elenco: Arturo de Córdova, Emma Pennella

Género: Cine Negro, Intriga, Drama

 

Existen obras espléndidas que ponen de manifiesto el enorme potencial de nuestro cine. Un ejemplo paradigmático de este cine, a la vez que injustamente desconocido, es la obra que voy a criticar: Los peces Rojos. «Los peces rojos», junto a la maravillosa «Muerte de un ciclista» del talentoso cineasta Juan Antonio Bardem, componen dos obras irremplazables del cine español que poseen contables similitudes, siendo el género de Cine Negro. En una época en la que la censura franquista ponía límites a la expresión, los cineastas transgresores como Bardem o Conde se saltaban sutilmente estas restricciones arriesgándose a que se la vetaran. Esta película se adentra en un mundo puramente noir de matices psicológicos nunca visto en el cine español, con una estructura narrativa compleja y subyugante.

Obra maestra del Cine Negro mundial. Obra de guión milimétrico y muy bien tejido, complejo y de curiosos recovecos, entresijos, giros, falsas verdades y características narrativas; a la vez que de un portentoso y contundente desarrollo narrativo que se desenvuelve con la más absoluta grandeza. Dirección con muchísimo rigor y porte, e interpretaciones sublimes y convincentes, las cuales aportan una mayor complejidad y verosimilitud a la obra. No tiene nada que envidiar a un film de cine negro americano.

 

Este film es un hito del cine y una cumbre en nuestro cine: narrada impecablemente mediante inteligentísimos y rigurosos flash backs usando de intermediario entre el recurso y el presente ficticio la filmación del fuerte oleaje que azota la costa como la descomposición psicológica que sufren los personajes; así con esa estructura narrativa muy elaborada, mezclando tiempos presentes y pasados por el mecanismo previamente narrado, envuelto el film por una atmósfera inquietante, a la vez que trágica con una capacidad subyugante, de un magnetismo vibrante, eléctrico que hace sumergirse en los recovecos de la trama, del propio contexto, e incluso de los estados psicológicos de los personajes. La maravillosa fotografía en blanco y negro, la cuidadosa y esmerada dirección, la exhaustiva precisión a cualquier detalle, la eficaz y contundente puesta en escena redondea una obra maestra desconocida. Fotografía oscura y de profundos claroscuros propia del mejor film noir, con un bizarro uso de la cámara, como el empleo de planos inclinados, planos secuencia muy bien acompasados y organizados y travellings muy acertados. No existe ningún plano que no justifique el poderoso avance de la acción narrativa en sí, todo está filmado con esmero y paciencia, tanto esa estilizada dirección como esas soberbias interpretaciones con la colaboración de reputados profesionales como Arturo de Córdova (trabajó con Buñuel en «Él» (1952)) o la jovencísima Emma Penella en uno de sus primeros papeles protagonistas. («El verdugo» (1963), «La busca» (1966), «Fedra» (1956)). José Nieves Conde crea esa atmósfera con la compleja interpretación de Arturo de Córdova, convincente, eficaz, difícil de encarnar.

La meticulosidad y la complejidad describen a esta obra de inherente capacidad visual y narrativa en un ambiente trágico, bizarro cargado de matices, film poseedor de diálogos ingeniosos, sagaces y contundentes, a la vez que expresivos e inteligentes, con un toque transgresor y reivindicativo (presten atención a la escena con el editor y el protagonista escritor); de un trasfondo un tanto ambiguo acompañado durante todo el metraje por un ritmo incesante y agudo, asociado a una tensión que se dirige in crescendo hasta el inevitable y revelador clímax, a la vez que se van incorporando nuevos matices y complejidades argumentales, mientras el desarrollo narrativo se expone inexorablemente. La atracción visual de los encuadres es una maravilla, como la fuerza narrativa y a la vez dramática henchida de una carga psicológica formidable. Las calles solitarias, los espacios vacíos, la incertidumbre, el paso del tiempo hacia la inevitable resolución de los conflictos, las verdades a medias, la autodestrucción formal, la realidad y ficción combinadas con la desestructuración psicológica, la dualidad del ser y el materialismo; se conjuga toda esta temática para crear un excelente cóctel de cine negro compuesto de un excelente vehículo que ha hecho posible la creación de esta gran obra. Pistas que no son, verdades incompletas, lo que parece ser y lo que en realidad es, los giros, recovecos, túneles, indicios, todos estos recursos que conforman parte de la narración tan rocambolesca y a la vez perfecta y palpable se conjugan, se interrelacionan para dar paso a este prodigio cinematográfico. Ahondando sin tapujos en las intrínsecas supuestamente ignotas cualidades y profundidades de connotación psicológica del protagonista, los remordimientos, los deseos, la conciencia, los anhelos.

 

Un film desasosegante, una película transgresora y militante, arriesgada y audaz, que marca una cima, una cumbre, en el cine español y mundial, porque una obra maestra no lo es únicamente dentro de su nacionalidad.

 

10

 

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